Frente a mí un túnel de luz donde
él se transportaba. Podía escucharlo, decía unas bonitas palabras en mis oídos,
mientras yo expectante veía caer la línea que lo dejaría llegar a la pradera.
No pude entender cómo lo escuchaba, porque la fila de colores en diagonal,
donde supe que venía su carga y energía, estaba a más de diez metros del balcón
desde donde lo observaba. Sin embargo, su voz latía en mi corazón encantando el
lugar, habitándolo. Yo acababa de llegar y sentí las sonrisas, las caricias de
la lluvia entre el airecito atravesado por el sol. Lo vertical y lo horizontal
se diluían en una función imposible, no solo infinita, sino multidimensional
hasta el infinito también. Los colores en el espectro visible eran la voz, y
los otros, que podía ver sin ser para esto, eran todo su cuerpecito verde que
me tocaba en la vibración. Cuando no habló más seguí viendo el verde iluminado
y el túnel desapareciendo en la bruma. La despedida reactivaba el ciclo y me
daba la bienvenida al centro del universo.
Creo que fumé un cigarro, saqué
unas fotos y leí algo para salir del asombro. Sinceramente no recuerdo si leía
en el sueño de Amalfitano un arcoiris o un desierto. Las palabras del duende no
eran comunistas y él no se sentó sobre una letrina, o tal vez sí, pero lo
tapaban los árboles y en realidad no vi la forma de un hombrecito verde. Pero
sí me mostró la tercera pata, la magia, esa sin la cual el hombre no podría sostenerse. Y
no es broma, así no más, entre oferta y demanda, no se puede vivir.
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