El juego me dice que es tiempo de sembrar y yo intento encontrar las semillas entre las palabras y entonces me pregunto:
¿Por qué vivimos negando nuestra naturaleza?
¿Cómo ignoramos todas las alarmas de la tierra -nuestro
cuerpo- que nos anuncian destrucción?
¿Cuándo nos separamos del mundo? ¿Por qué
creemos que podemos vivir afuera del ecosistema que nos mantiene vivos?
Por más increíble que parezca, es evidente que
ignorar nuestras necesidades básicas es un hábito con el que yo misma crecí y
que aún me cuesta cambiar: alimentarme bien, descansar, ser amable con mi
proceso de aprendizaje, gestionar mis emociones... Entonces si ni siquiera yo
veo lo que está ante mis narices, ¿cómo puedo esperar que la sociedad humana
aprenda de sus errores y reconozca lo que nos falta para comenzar a hacerlo
mejor en términos de vivir en armonía y desde el amor? Pues bien, reconociendo
lo que sueño y lo que soy para encontrar un camino hacia lo que puedo aprender
y caminar. Siempre caminar con la valentía de ver hacia el horizonte. Por eso
hoy me detengo a mirar hacia adentro.
La dualidad se presenta en los momentos exactos
en dónde la decisión apresurada parece ser la única salida. Vivo con la
sensación de que algo me persigue. Miro hacia los lados constantemente, me
palpita rápido el corazón cuando no sé qué hacer y me avergüenzo desde mi ego
asustado y culpable. Parecer que sabía ha sido una habilidad de
gran utilidad, pero casi siempre es una trampa y hoy volvió a probarse. Caí en
ella con la velocidad de las palpitaciones que a veces me espantan. Le dije a
la doctora Gabrielle que me chuzaban el pecho los pasos apresurados de mi
ansiedad. Ella me sonríe con ese nombre de mujer que es el mismo nombre del
hombre que solía escuchar mis penas del alma. Gabriel era suave en su dureza y
lo extraño. Él tenía esa forma tan única, una áspera dulzura que sabía dónde
soltarme. Tenía la voz gruesa de haber caído y crespos en un pelo canoso de
haberse levantado. Gabrielle es joven y usa aretes de frutas. Tiene también
crespos en el pelo, como yo y como mi ex-terapeuta, pero es rubia y blanca, viva
y sonriente. Me escucha con paciencia y me dice con claridad lo que significa
tener poco hierro en la sangre o haber abusado de alguna sustancia en el
pasado. Entonces solo puedo pensar en las palabras de Gabriel, que me las repetía
una y otra vez por cuatro años y que apenas hoy, otros cuatro años después,
vengo a avistar un poco de comprensión en ellas.
Me decía que el cuerpo, ‘la carnita’, es el
límite, que por más cuentos que nuestra mente se invente, por más
excusas que encuentre, no hay bienestar si no comemos bien y no nos cuidamos de verdad. Y me entristece tanto saber que de verdad no
entendía qué es cuidarse. Que nunca ha sido una prioridad. Que incluso hoy me
he dolido todo el cuerpo sobre un error del trabajo, que me sigo viendo con
culpa y con rabia y que no soy amable con mis errores y mis defectos. Ahora
mismo en este ejercicio, me duelo.
No es realista esa forma de verme en la que
tengo que saberlo todo y ser rápida y ser efectiva. No tiene ningún sentido en
mi cabeza y mucho menos mi cuerpo podrá procesar la presión de ser todo eso que
no soy. Saber que el corazón me sonaba diferente me asustó, porque lo miré
desde la culpa de mi época de adicta y no desde la bondad de mi capacidad de rehabilitarme
y de cuidarme, y que además eso implica cambios en mi cuerpo, en el ritmo y en
la composición de mi sangre. La verdad es que tenía miedo de hacerme un examen
de sangre y que me dijeran que tenía que volver a comer carne. ¡Cómo si así no
más perdiera la libertad de decidir sobre mi cuerpo! Pero qué libertad hay en no reconocerse, cómo
se puede ejercer la vida atrapada en la mente y en lo que se debe ser y hacer.
Al final ese deber no es con nadie, no hay nada afuera que no esté adentro y
por eso es tan extraño sentir toda esa culpa y procesarla con las entrañas
adoloridas.
Así que imagino un mundo en el que despertamos para darnos cuenta de nuestro delirio de grandeza y de a poco buscamos un equilibrio entre lo que somos y lo que nunca fuimos. Sueño con un mundo biodiverso de seres y de ideas que construyen realidades lejos de una verdad única y estática. Anhelo una sociedad menos distraída que se cuida y se ve más allá de los “lazos familiares”, que crece en la compañía y en la interconexión son otros seres y con otros sueños. Para ser desde el respeto y la compasión: somos amables porque nos sentimos bien, porque nos gusta lo que somos y agradecemos a lo que nos rodea y nos sostiene. Somos el planeta y cada uno de sus seres, pero podríamos simplemente ser un humano que va a trabajar todos los días. La vida está en donde está nuestra atención y yo ahora mismo vuelo curiosamente con los loritos arcoíris y me camuflo entre las hojas secas con los alcaravanes que veo cada día al caminar hacia la oficina.
Ahí mismo, en
cómo cambian sus ojos con mis palabras, en cómo cambian mis palabras con sus
sonidos, está todo lo que necesito saber.
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