Soy una persona pequeña. Esa particularidad me ha obligado a mirar por encima de mi cuerpo para buscar en los ojos de las otras personas. También me permite encontrar lugares secretos como rincones y esquinas en los que logro entrar con facilidad. Por eso fui buena para jugar a las escondidas cuando era una niña (todavía lo soy). Llena de curiosidad estaba constantemente cultivando la flexibilidad de mi cuerpo. Recuerdo específicamente que me gustaba jugar Botetarro. Nuestra versión consistía en patear una botella de plástico lo más lejos posible y correr a esconderse, mientras la niña que quedaba iba a recuperar la botella y se devolvía de espaldas hasta el lugar inicial. Luego, ella dejaba la botella en este lugar y buscaba a los demás para volver a tocarla mientras gritaba el nombre de la persona que había encontrado. Lo más emocionante para mí era que teníamos la posibilidad de correr y de llegar antes que esa persona para patear la botella. Esto hacía que el juego empezara de nuevo. Recuerdo que me llenaba de orgullo liberar a todos los que ya habían sido encontrados. Cómo corríamos, cómo reíamos, era un buen juego hasta que te tocaba buscar a los otros. Aunque ese no era mi rol favorito, también asumía el reto, pues era rápida y ágil y disfrutaba imaginarme en qué lugares que yo no había pensado antes estaban escondidas mis amigas. Un, dos, tres por Laura.
Recordar ese juego y mi gusto especial por la
sensación de adrenalina y de reconocimiento, me hace pensar que todavía disfruto
el comienzo, volver a volver. He sido desde entonces una aventurera, una
iniciadora, una chispita que por chiquita no es menos brillante. Los años
pasaron y las escondidas se convirtieron en las mentiras que le decía a mamá
para que me dejara ir a bailar en mi adolescencia. Nos reuníamos en terrazas y
en garajes a mover nuestros cuerpos y a mostrar cómo nos cambiaban mientras nos
volvíamos jóvenes. Salíamos de la niñez para jugar con las posibilidades que
nos ofrecía crecer. Luego encontré a mi compañero de vida y toda esa
exploración se convirtió en terreno peligroso. Estábamos enamorados desde que
teníamos diez y seis años y el camino de florecer una compañía tiene tantos
jardines como trechos salvajes, que si no sabes cómo entrar, tal vez no sepas
cómo salir después.
Entre todo eso estaban las lecturas con la que crecí y con las que entendí que éramos Mujercitas, Madame Bovary, El Padrino, Cien Años de Soledad, María, El Amor en Los Tiempos del Cólera, Cuentos Peregrinos, Aventuras de un Niño en la Calle y las canciones de Silvio Rodríguez. Esta forma de acercarme a otras realidades creó una atmósfera de pasión, drama y melancolía en mi pensamiento, y una necesidad incontenible de narrarme. Los libros, los diarios y las libretas me acompañan desde entonces y las palabras han sido amigas y enemigas en mis búsquedas y batallas.
La iglesia con su forma de lo humano tan pura y limitada, además de las historias de matrimonios familiares que veía desde pequeña, me instaron a crear una cerca alrededor del amor romántico que me mantuvo al margen. Al matrimonio le temía tanto como a dios. Vivía con la ilusión de darle La Vuelta al Mundo en Ochenta Días, pero en la universidad me encargué de volver pedazos esa muralla: Veinte Mil Leguas de Viaje Submarino me llevaron hacia el otro lado, sin respirar llegué a Los Detectives Salvajes y a los poemas de Pessoa y salí del encierro para volver a sentir y a explorar con libertad como una potra desbocada. Esta furia salvaje y mi falta de límites me alejaron de la relación que venía construyendo con Esteban durante seis años. Fue la entrada a un túnel oscuro por el que transité en la primera mitad de mis veinte años. Una época de exploración en la que bailé, hablé, canté y reí hasta las madrugadas. Leía a Los Nadaístas y me enamoré perdidamente de un poeta que olía a tierra y a ron.
Mientras me sorprendía con la historia humana y nuestras posibilidades de comunicación, me encerré en una visión propia en la que el dolor tomó las riendas. Mi cuerpo me fue ajeno, viví adormecida en el placer hasta que mamá me miró a los ojos y yo me vi en ellos. Ahí el juego intenso en el que venía bailando se tornó en un lento caminar hacia la montaña. De la mano de Mujeres que Corren con Lobos y La Gramática de la Fantasía tuve el espacio de escuchar lo que sentía mientras vivía en un pueblo a cuatro horas de casa y enseñaba a los niños de una vereda a leer y a imaginar mundos fantásticos para escribir.
Allí encontré en Viaje a Pie y en Maestro de
Escuela lugares inexplorados de mi consciencia, en los que mi corazón soltó el
caparazón y ahí seguía Esteban. Su amistad me devolvió esa parte de mí en la
que uno es completamente honesto. Cuando volví a la ciudad encontré que el
tiempo entre nosotros seguía vivo. Además, llegué a un espacio precioso de
mujeres y de hombres soñadores con los que trabajé por un tiempo, liderado por una gran mujer a la que admiraba por su fuerza y con la que comenzamos una
amistad de esas en las que uno se dice de verdad lo que piensa. Esto me llevó a
hacer psicoanálisis y a enfrentarme a todo ese ruido que me aturdía. Fue una
aventura espinosa e impresionante, leía libros como Una Soledad Demasiado
Ruidosa y hablábamos sobre los reflejos de esos personajes en mi cabeza
atormentada.
Esteban se fue por unos meses a vivir Polonia y yo temí perderlo otra vez. Pero era otro aprendizaje más, la distancia fue pequeña entre las pantallas y las dulces palabras que se sentían calientitas en la barriga. Nos encontramos en un viaje de verano en Barcelona, donde él me preguntó si quería que camináramos juntos la vida y yo ya tenía el corazón en su lugar. Volvimos a Colombia con la certeza de vivir en nuestras soledades acompañadas: dos mundos que se orbitan y a veces se funden, pero que siempre vuelve a ser cada uno un mundo completo. El día en el que hicimos una fiesta para celebrar con nuestras familias que habíamos decidido estar juntos, ha sido el momento más exitoso de mi vida. Ahora mismo creo que la felicidad no es esa sensación fugaz de que todo va bien, es más bien el compromiso con el bienestar, estar donde realmente se prefiere estar y elegirlo con valentía. Ese día Teban dijo que nuestro compromiso era como construir un barco para navegar el mundo.
Hoy vivimos al otro lado del planeta y estamos
construyendo un pequeño velero de madera. Esa metáfora ha ido tomando forma
espontáneamente. No era algo que habíamos hablado: vivimos en una isla gigante,
el mar está por todas partes y un día conocimos a una pareja que llevaba veinte
años navegando en su casa flotante. Estuvimos una mañana compartiendo historias
y café con ellos en El Viajero, cuando nos bajamos sintiendo todavía la marea
en las entrañas nos miramos a los ojos con la certeza de haber encontrado lo
que queríamos hacer.
El Sendero Elemental en el que me muevo por el
mundo me permite adaptarme a las situaciones desde mi verdadero deseo y la
manifestación honesta de mi ser. No soy solamente las emociones, vibro además
con la consciencia de ser parte de este ecosistema en el que convivo con muchas
otras especies y realidades. Ahora leo que Somos Luces Abismales y tenemos La
Inteligencia de las Flores. Entonces nuestro drama cotidiano es precioso e
interesante, he venido explorando mi mente y mi corazón con curiosidad. Jugué a que el ego ya no me atrapaba, soy lo suficientemente ágil y atenta (como en mi
niñez) para verlo cuando viene hacia a mí. Pero ya no me escondo, no lo necesito
más, pues entendí que ganar no es lo divertido de jugar.
Soy entonces la que encuentra en mitad del caos
un oasis de palabras bordadas a mano, un tiempo constante de ver los colores y
las texturas de las hojas que crecen, que me piden agua o luz. Soy una perra
inquieta que quiere olerlo todo y correr a atrapar los pájaros, que sabe la
hora de salir a caminar, de comer, de dormir y está siempre cerca de los que
huelen a casa. Soy las amigas con las
que compartimos hilos, consejos, regaños y la experiencia de estar vivas como
una red en la que circulan alegrías y frustraciones de forma natural, con la
claridad y el amor de decirnos o de abrazarnos cuando es necesario. Soy también
las amigas que están por el mundo haciendo lo que les apasiona y vivo a través
de ellas lo que alguna vez soñé ser: científica, música, profesora, cantautora, investigadora, bailarina aérea, yogui, productora… Soy
mi mamá y mi hermana, esta forma del amor familiar en la que ya no dependemos,
en la que elegimos estar cerca porque confiamos y vibramos con las experiencias
de las otras, aprendemos de los caminos que hemos tomado y soltamos las
obligaciones impuestas.
Este presente de habitarme me gusta tanto como
mi visión del futuro: tomar el sol en la proa de un velero que atraviesa el Océano
Atlántico, nuestra casa que vuela entre las olas, en la que vivimos con Leia la
perra y Lenny el gato, en la que escribo con otros conectados en mi pantalla, y
en la que me conecto con la vida de las aguas que exploramos, mareas en las que
crecemos de frente al horizonte.
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