Siento una tristeza profunda por
las condiciones vitales de miles de nosotros, de nuestros hermanos. Es un dolor
viejo y ya lo he llorado bastante. La injusticia es antinatural. Pero sé que no
cambiaré el mundo, que lo que debo hacer es vincularme a la gente que quiere
trabajar por su entorno y seguir creyendo en el poder colectivo.
No estoy así solo por ver niños
con paludismo en los videos de las visitas oficiales del secretario de
educación, con saludos directos del señor alcalde, a una comunidad indígena
que, en el intento de ser occidentalizada, ha quedado con escuelas improvisadas
en kioskos de madera en condiciones miserables. Con el Nacho Lee apilado en un
costal junto con los libros de Matemáticas y Español, que comparten un espacio,
denominado por el señor secretario como “la biblioteca”, con los alimentos y
las ollas del “restaurante escolar”. En los pocos días que llevo acá he visto
una relación complicada entre la administración municipal y los pueblos
indígenas. El primer día que visité la alcaldía presencié una discusión en la
que un grupo de hombres y mujeres emberá le exigían al alcalde poder utilizar
los recursos asignados a sus comunidades. El alcalde, mostrando respeto hacia
su forma de gobernarse y organizarse, les contaba sobre la necesidad de
presentar proyectos e informes para el uso del dinero. Hablaba de una cifra muy
grande y de la importancia de que su gobernador realmente invirtiera en ellos y
en sus necesidades primordiales, mientras su secretaria les decía que debían
presentar fotos y evidencias de lo que hicieron. El día que nos reunimos con el
secretario y nos mostró los videos de sus aventuras por Murrí, donde hay
veredas a más de un día de camino, él se mostró preocupado por la ayuda del Estado
a estas comunidades, intentando revelar las condiciones en las que estudiaban
los niños. Y eso así no más, pidiendo limosna para la educación de las
comunidades que están totalmente abandonadas. También he escuchado a Dora
hablar de las ayudas que les han enviado, como el suplemento Maná, un programa
en el que regalan alimentos para aportar a la nutrición infantil. Comida que no
comen ellos, leche en polvo y cosas extrañas que ellos no utilizan para su
alimentación…
No estoy triste tampoco por ver a Luis en el
parque, un viejo barbado de piel quemada, con ropa sucia y pies descalzos, que
fue interceptado por un hombre, el día que lo vi, para cargar unos bultos de
leña. Ni por la señora y la muchacha que parece su hija, que se sientan todas
las tardes en el parque a fumar cigarrillo, a tomar tinto y a esperar algo de
comer, como un buñuelo, ofrecido por las viejas que se reúnen a chismosear en
el parque, partido en tres, porque ese día estaban con un niño pequeño, negrito
y cachetón, que jugaba con tierra y un tarro plástico. Las he visto con otro
chico, caminando juntos y fumando, un muchacho flaco y alto, que siempre anda
mal vestido, sin camisa, con pantalonetas anchas y sucias, por ahí, cargando
cosas y ayudando con los camiones de los mercados. Ni siquiera por los cuentos
de Dora sobre la prostitución y la drogadicción en el pueblo. No me asustan los
rumores de paracos y las camionetas alarmantes. Me da igual que todos anden en
motos con las chicas atrás y que se vistan de estereotipo para mostrarse por
las calles del lugar.
Me he reunido con profesoras de
primaria que me dicen: “¿y usted cómo va a hacer para que a los niños les den
ganas?” “No es por ser pesimistas, nosotras llevamos muchos años en esto, a los
niños de ahora no les gusta leer, la tecnología acabó con todo”. Ellas me
cuestionan y me advierten de las actitudes de los niños, lo que para mí son
nuevas formas de conocer y hacer que tal vez ellas no comprenden. Pero, con el
compañero, trabajamos con un grupo de primaria, especialmente seleccionado, que
nos descrestó. Unas niñas y niños juguetones y desordenados, pero animados,
atentos, dispuestos… contando sus cosas con un discurso claro, haciendo
intervenciones interesantes. Aportando desde sus puntos de vista, con ganas de
crear y soñar. Niños de ocho años hablando con propiedad sobre problemas de
convivencia y respeto en su institución, discutiendo sobre los profesores y su
metodología.
También he visto en la casa de la
cultura a un grupo de líderes de comunicación comunitaria que trabaja en
educación ambiental con el Parque Nacional Las Orquídeas, tienen proyecto de
huerta de orquídeas y están terminando un mural de las especies del bosque (en
octubre van a hacer otro, la idea es apoyarlos y difundir su labor). Nos
reunimos con otros muchachos que tienen ganas de hacer teatro y que han ido
formando un grupo, están dispuestos a metérsela toda para que los jóvenes y la
cultura tengan un espacio en el Municipio. Todos hablan del dinero que hay y de
la necesidad de presentar proyectos para invertir en lo que quieren ellos mismos,
para que no se pierda la plata porque a nadie le interesa.
Entonces, que no haya bibliotecario
en la casa de la cultura, que estén reconstruyendo dos de los cuatro bloques
incialmente prometidos de la ciudadela educativa, que los muchachos estén en el
Facebook todo el día y que las familias no se muestren interesadas en los
procesos de sus hijos, son aristas de la complejidad de un proceso humano, pero
no podrán ser obstáculos para que los muchachos encuentren otras formas de ser,
de expresarse y de convivir. Nosotros solo somos dos, pero acá hay muchos
trabajando y otros tantos con ganas de hacerlo. Ahora sé que juntarlos y
levantar el polvo de algunos procesos ayudará mucho, al menos ahora mismo me
siento responsable del proceso de cultivo de ilusión en este pueblo. Acá hay
mucho por hacer, me siento muy pequeña cuando me bombardean con problemas y
situaciones difíciles, pero muy grande si soy parte del camino, porque “calladita y sin alardear, la esperanza
siempre madruga más”.
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