Veo dos muchachos parados en la esquina. Ella está frente a él en diagonal poniendo su atención en mitades. Sus rasgos juveniles se afean con el desteñido uniforme y la cara sucia de mulatos. Ella tiene un accesorio curioso en el pelo, algo así como una tirita de nailon con piedras brillantes del largo completo. Su cabellera es espesa y oscura. Ella juega con la tira y la balancea con picardía. Él sigue la conversación e intenta controlar su mirada para no perderse en el pendular. Me quedo pensando en lo que los une, mientras intento descifrar la función de aquel extraño objeto en su cabeza. La muchacha se da la vuelta completa, él agarra rápidamente un mechón abuntante de su cabello y lo huele con pasión (ese instante los congela para siempre en mi memoria). La chica se reincorpora inesperadamente y él deja que el pelo se deslice por sus dedos con naturalidad mientras juega a mirarla dulcemente. Y después, una sonrisa tímida, un abrazo de miradas... Ahora sé que son el olor de su pelo y la discreción de sus dedos.
Soy una persona pequeña. Esa particularidad me ha obligado a mirar por encima de mi cuerpo para buscar en los ojos de las otras personas. También me permite encontrar lugares secretos como rincones y esquinas en los que logro entrar con facilidad. Por eso fui buena para jugar a las escondidas cuando era una niña (todavía lo soy). Llena de curiosidad estaba constantemente cultivando la flexibilidad de mi cuerpo. Recuerdo específicamente que me gustaba jugar Botetarro . Nuestra versión consistía en patear una botella de plástico lo más lejos posible y correr a esconderse, mientras la niña que quedaba iba a recuperar la botella y se devolvía de espaldas hasta el lugar inicial. Luego, ella dejaba la botella en este lugar y buscaba a los demás para volver a tocarla mientras gritaba el nombre de la persona que había encontrado. Lo más emocionante para mí era que teníamos la posibilidad de correr y de llegar antes que esa persona para patear la botella. Esto hacía que el jueg...
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