Hace un tiempo comencé a bordar. Fui a una clase con una gran amiga, en la que nos encontramos a través del trabajo paciente de comprender unas puntadas básicas y colorear un mandala, entregando allí el pensamiento. Ese día fue hermoso, me conecté y salí contenta con mi kit para bordar mandalas. Terminé ese y se lo pegué a un morral que luzco orgullosa. Luego dibujé otro y comencé con las puntadas aprendidas, pero quería más, algo más complejo que ya estuviese diseñado para esas formas que se repetían y me nublaban el disfrute. Eso se convirtió en un bloqueo, como siempre que uno cree que necesita un conocimiento antes de.
Meses después vino una amiga que no veía hacía rato, la vi al llegar y luego no salieron las cosas, yo estaba en casa, intentando verme a mí misma, buscando un silencio que se reía a carcajadas. Entonces volví a mirar aquel segundo mandala, y vi que podía terminarlo con lo que sabía y hasta podía intentar unas letras con las puntadas que había visto en internet. Ahora no esperaba encontrar la idea, encontraba los colores y las formas en la sencillez. Lo terminé y se lo regalé a mi amiga.
Ahí empecé a curiosear y a copiar a una chica que me gustó en Instagram. El reto de la paciencia es infinito en el ejercicio de rellenar con hilos delgados un pedazo de hilos entramados, pero de alguna manera se minimiza todo, mientras atravesás el lienzo no existe lo que falta, estás concentrado en lo que vas hilando, como constelar: todo se congela en el momento en el que el hilo sale. Entonces uno jala y desliza rápidamente los dedos y quiere ver cómo quedó. Cuando el hilo era largo y mi afán era mucho, me llenaba de nudos que sacaba con velocidad, con rabia, rompiendo la armonía, volviendo al desespero. En una de esas, el paisaje se vuelve espeso y la presión es tanta que se rompe en mis dedos la aguja. Se me quebró el alma, encontré un límite.
No diré que aprendí allí, el acelerado ritmo de mi cabeza es un demonio que quebró unas tres agujas más, si es que lo recuerdo con precisión. Pero ahora estoy viéndolo más cerca, bordando con calma, buscando lo que se siente allí, en el micro segundo de pintarse y de ver los pequeños pasos de un silencio en movimiento, que avanza en la calma que necesita para hacerlo.
El pespunte es una forma de flotar, dando salticos entre el vacío.
El pespunte es una forma de flotar, dando salticos entre el vacío.
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